Me tropiezo, me rompo y me vuelvo ausente, abismal, peligrosa.
No hay nada en mí que dé señales de un mundo o alguna historia. De alguna fábula siquiera, que sea distinta a las demás.
Cuando los días me tragan parezco un maniquí articulado en una caja de cartón exiliada. No sé dónde. Y me olvido, me raspo, arremeto contra los paredones de huesos que no son más que mi propio cuerpo.
Si me olvidan, si me dan indeferencia, si me ganan la partida de la sinceridad, si sobreviven igual. O si me dejan con los poros abiertos y sedientos de sal, me caigo, me desmenuzo, me hago de aire.
La pena por mi sensiblería me estaca en la arena. Pero si intentara contener la corriente de impulsos me rompería la piel.
Si escribo es para no vaciarme, o para rellenar algo. Tal vez por ambas cosas. Cada letra será el aviso para no tropezar, una muerte escrita, un espacio para no desaparecer.
Escribo para que no me olviden. O para que se mueran conmigo. Para perdonar a quienes me hicieron lamer los rincones del rencor, para los que puedan hacerlo.
Al menos cuando escribo los días no me tragan y me hago de carne, y me reconozco. Esquivo golpes y me curo de a poco.
El mundo que fluye es diferente a los otros. Y se nota. Y es fábula, historia que se muestra más en cada minuto que queda atrás.
La inocencia no resucita cuando escribo. Pero apenas puedo ver lo que viene detrás. De la ingenuidad ya me despedí sin pañuelos que se agiten en el borde del muelle.
Inspira la gente. Con sus vidas en espiral y las cabezas ajenas. Y cuando escribo la calle me transporta, no me aplasta. Y mi vida se resiste a ser un círculo.
Cuando escribo todavía entiendo que esa resistencia es una buena historia para contar.
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